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San Luis Potosí, Corazón de Carmen Ortiz, Mexico
ciudadano del mundo, filósofo, poeta y revolucionario

jueves, 9 de julio de 2009

METAFÍSICA




A ti hermano, donde quiera que escuches mis palabras, donde quiera que puedas encontrarte.

A ti, hermano en el silencio que salta desde el origen del misterio, que no callas con mentiras o verdades a medias el profundo silencio que te habla desde el fondo del abismo del cosmos, de esta dimensión del espacio que se dilata infinita en el centro mismo de la nada.

¿Acaso puedes creer neciamente que el universo no tiene sentido? ¿Un objeto preciso que define su existencia?

El universo es eterno. Tal como se conserva la energía cayendo en sí misma para saltar luego en un estallido de tremendas consecuencias, así se crean y se destruyen mundos.

La energía está aquí, aquí permanece; siempre la misma, siempre presente; ni siquiera los cambios pueden afectarla.


El fénix eleva majestuoso las alas
y se hunde en las aguas del abismo.
Nadie le ha visto más;
sin embargo,
sigue su vuelo libre por todos sus caminos,
por su espacio infinito.


Hoy dejan de existir los mundos que están ante mis ojos. Sí, hoy dejan de existir millones de mundos, mundos que ni siquiera alcanzamos a vislumbrar con nuestros potentes radiotelescopios cósmicos. ¿Y qué? ¿Algo se ha perdido? Nada, sólo eso.

Pero, ¿tiene trascendencia cósmica la esencia individualizada de la totalidad de que participamos?

¿Acaso uno puede salir de sí mismo?

¿Acaso no he sido ya? ¿Acaso no estoy siendo? ¿Acaso no seré?

¿No puedes creer en esto?

Vayamos pues al momento en que la realidad se hizo racional y comenzó a perfeccionarse sobre la base de su propia experiencia acumulada en la praxis concreta que le ha otorgado el conocimiento milenario del que participan los pequeños pioneros del saber que habitan en el átomo, esas partículas subatómicas organizadas para actuar especializadamente en sentidos diversos y a través de un tiempo que se ha perdido en sí mismo, un tiempo que ni siquiera podemos aspirar a soñar, porque entonces no existía la tierra, ni el sol, ni la galaxia, ni la metagalaxia, ni las miles de metagalaxias que hoy comparten nuestro espacio inmediato. Sin embargo, ¿no estamos aquí ahora, asombrándonos de la perfecta armonía de la naturaleza, de su maravillosa y portentosa realidad omnipresente?


El hombre que ha abierto los ojos
es,
en verdad,
un ciego que lleva la luz en las pupilas,
como un candelabro que disipa las tinieblas del cosmos.


Es cierto, nos abruma de tal manera la apariencia de la existencia que es, desde luego, parte de su realidad; nos embota de tal manera que nuestros sentidos atrofiados sólo atinan a balbucear una semiconciencia que adivina nuestra trascendencia más por el instinto ciego de la verdad que por su evidencia.

Preguntemos a ellos, a los más pequeñitos. Ellos tienen la respuesta que nos empeñamos en negar. Ellos nos hablan y nos dicen con la seriedad que atribuimos a las cosas vanas y estúpidas con que nos alienamos, que conocen personalmente a la eternidad, que nos han enseñado todo lo que sabemos, que no pudieron nunca aprender a mentir, y por eso nos dan su testimonio milenario y jovial de que la Verdad ha dicho la verdad sin quitarle una sola de sus letras.

En lo personal he dialogado con ellos y me han dado su testimonio de la verdad, de la omnisciente verdad de la eternidad que les anima.

¿Pero acaso esperas, hermano, que respondan en tu pobre lenguaje?

Sigue así esperando eternamente. ¡Nunca obtendrás una sola palabra de sus labios!